Los hay con ajonjolí, aquellos que son barnizados y otros a los que les llaman pechuga, pero en el sur de la capital elaboran unos cocoles sencillos y deliciosos parecidos al primer cocol de la historia conocido como chimistlán.
Desde que me acuerdo no ha faltado, cada domingo, un cesto con cocoles en la casa de mi mamá. Ella compra aquellos que son de color café claro, lisos por fuera y que no tienen ningún ajonjolí en el exterior ni nada que lo adorne; son la sencillez hecha pan.
Su rico sabor ligeramente dulce se incrementa cuando se le acompaña con un atole, un café de olla o un vaso de leche. Empecé a buscar cuál es su origen y fue así como encontré que les dicen “martajados”, y que de todos los tipos de cocoles que a duras penas sobreviven en la actualidad, es el que más se le parece al antiguo chimistlán.
Cocoles del tipo martajados y anís los más parecidos al antiguo chimistlán. El de grecas al centro es un cocol denominado “pechuga”, todos de Milpa Alta
¡Vaya sorpresa!, ahora resulta que el cocol todavía tiene un pariente más viejo. El chimistlán fue un bizcocho de forma romboide, de tiempos choznos probablemente nacido en la Colonia, elaborado sin pizca de piloncillo o azúcar, dicen, que tuvo un sabor parecido al de la sema.
Mi asombro incrementó cuando descubrí que incluso existe una referencia cinematográfica del parentesco entre ambos panes: se trata de una escena de la película de 1937 titulada Así es mi Tierra, en la que Cantinflas se echa una canción en la que dice “¡Ay cocol, ya no te acuerdas cuando eras chimistlán!, y ahora que tienes tu ajonjolí, ya no te quieres acordar de mí”.
Dicen que la frase es usada, todavía, por algunos abuelos para referirse a aquellas personas que se sienten superiores a los demás y que ya no recuerdan su pasado más pobre.
Y es cierto, después del chimistlán vinieron variaciones, por decir algo, más sofisticadas:
el martajado que ya mencionamos y que está hecho con harina de segunda por traer aún pedacitos de trigo que no alcanzaron a molerse
el de anís con su capita de azúcar glass encima,
los repletos de ajonjolí en la panza,
aquellos barnizados con huevo y hasta unos que les llaman pechuga considerados los más “fifis” en Milpa Alta, en donde los producen
De hecho fuimos hasta aquella alcaldía de encanto rural de la Ciudad de México para encontrarnos con Ernestina Silva Laurrabaquio, integrante de un linaje de cocoleros milpaltenses de al menos cuatro generaciones. Ella nos contó que efectivamente el cocol martajado (que aunque ella no lo sabe se parece al antiguo chimistlán) se produce ahí.
Ernestina reconoce que venden más cocoles los días de frío, pero a veces ni así, porque con la moda de estar fit, la gente evitar comer pan, por eso no descarta que un día los hijos del chimistlán corran la misma suerte que su padre.
Localicé una nota de 2013, publicada por un periódico de Puebla, en donde advertían del incremento del precio del pan. En ella Juan Pérez, líder de los panificadores poblanos, lamentaba que tras cada aumento se dejan de producir piezas poco rentables, él calcula que de esta forma dejaron de existir unos 500 a lo largo de la historia de México, entre ellas el chimistlán.
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