El sistema económico neoliberal se caracteriza, en sus formas más extremas, por una supeditación prácticamente total del Estado a intereses privados (Harvey); esto implica la mercantilización de los bienes comunitarios y de la nación (agua, bosques, suelos y biodiversidad, entre otros). Con ello, se sacrifican tanto el interés público como los comunitarios y los derechos fundamentales, principalmente los colectivos de la presente y futuras generaciones, entre otros, a una vida saludable, a un ambiente sano, a disfrutar de la biodiversidad, a una educación pertinente y rigurosa.
La imposición de la lógica del capital condujo a la destrucción de estos recursos en beneficio del enriquecimiento desmedido de un número cada vez menor de firmas corporativas (Foster; Hellevig). Esta situación ha sido legitimada en el plano internacional con la imposición de tratados comerciales injustos, y en el plano cultural, por los paradigmas de los llamados sistemas tecno-científicos.
El control corporativo de la agricultura ha llevado a la hegemonía de un sistema agroalimentario industrial destructivo del medio ambiente, emisor de los más poderosos gases con efecto invernadero y causante de una parte importante del cambio climático. Este sistema agroalimentario industrial extensivo de monocultivos controla una parte importante de las semillas y produce y distribuye alimentos contaminados con agrotóxicos que, además, son altamente diabetógenos. Con ello propician padecimientos cardiovasculares y diabetes, y son responsables de que 39.2 por ciento de la mortalidad en México se deba a estas dos enfermedades (Inegi, 2014).
Tenemos una gran paradoja, porque México es uno de los países megadiversos del mundo y centro de origen de decenas de cultivos (cerca de 15 por ciento de los cultivos vegetales, cuyos productos llegan a la mesa de los habitantes del mundo se originaron en México), pero la gran mayoría de los mexicanos tiene una dieta cada vez más deficiente y pobre, y también menos natural y diversa. En los años recientes, los mexicanos más pobres están dejando las sanas y exquisitas tortillas de maíces nativos o criollos, como se les llama en el campo mexicano, por las tortillas que les ofrecen empresas que usan harinas industrializadas. Los mexicanos han ido dejando de comer frutas y verduras de temporada para optar por comida enlatada y también han ido sustituyendo las aguas de frutas frescas por bebidas azucaradas, entre otros ejemplos. Este cuadro de sustitución de los hábitos tradicionales de consumo de las comunidades campesinas, es también un esquema de eliminación de la soberanía, de destrucción y colonización de los territorios indígenas y campesinos en general, y de la capacidad social de resistencia al poder destructivo del capital.
Estas tendencias poco amigables con el ambiente, y por demás insalubres, propias del neoliberalismo, se manifiestan no sólo en la agricultura, sino también en otras áreas estratégicas (en la medicina, en la organización industrial, en la educación, por ejemplo) y han estado legitimadas, apoyadas e incluso impulsadas por un sistema tecno-científico al servicio del capital.
Un ejemplo sorprendente de la ciencia campesina milenaria es el implicado en la obtención del maíz Olotón que se autofertiliza en suelos pobres y crece en la sierra Mixe de Oaxaca, entre otros sitios. Este maíz es capaz de fijar nitrógeno atmosférico y convertirlo en nitratos asimilables por la planta. Este sorprendente desarrollo y descubrimiento es producto de miles de años de experiencia, de mejoramiento y de relación con distintas razas y variedades del grano en diversas culturas y ambientes. Este proceso ha permitido cultivar este cereal básico para nuestra alimentación en áreas con suelos muy pobres.
Recientemente, un grupo de investigadores estadunidenses se llevó semillas de este maíz a cambio de una cantidad de dinero, para investigar sobre las comunidades de bacterias que proliferan en el mucílago excretado por las raíces adventicias de este maíz fijador de nitrógeno. Con ello, justifican la generación de patentes y de propiedad intelectual para eventualmente poder generar desarrollos biotecnológicos que puedan usufructuar de manera privada. En torno a este caso se ha generado una importante controversia (ver por ejemplo: S. Ribeiro).
Por este tipo de casos y otros de impactos más generalizados, es imprescindible transparentar qué interacciones de la ciencia con otros campos sociales están determinándola por encima de los principios del conocimiento, para asegurar la preeminencia de la objetividad, para que la ciencia sirva al bien común y no al bolsillo del capitalista. Estas discusiones deben incluir a amplios sectores de la sociedad y no sólo a científicos de universidades e instituciones, pues las marcas del devenir del quehacer de CTI tienen impactos socioambientales muy profundos.
Existe evidencia científica generada por colectivos de científicos de instituciones de educación superior e investigación, articulados por el Conacyt, por colegas que han vuelto a sus comunidades a luchar a favor de una vida digna y por habitantes agraviados. Esta coordinación de investigadores e integrantes de comunidades con estudios acerca de sus condiciones de vida, de sus demandas de años, implica una nueva forma de generar conocimiento científico pertinente que permita entender y documentar la realidad, de legitimar epistemológicamente sus largas luchas y demandas implicadas, y con ello poder colaborar con movimientos sociales, con las comunidades en la búsqueda de mejores condiciones de vida. Planteamos que esta nueva ciencia, construida con rigor desde las comunidades como sujetos del quehacer científico, y no sólo desde los centros de educación superior, sino en colaboración con ellos, será una vía más certera no sólo de investigar acerca de la realidad, sino también de coadyuvar en su transformación virtuosa, para mejorar las condiciones de vida de las propias comunidades involucradas.
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