A sus 71 años, don Andrés Carrera confiesa: “ya me emocioné; hay mucho que platicar”. Su historia es la del hijo de un campesino y minero que terminó dirigiendo una de las empresas forestales comunitarias más importantes del estado de Durango, al norte de México: Grupo Sezaric.
Don Andrés conserva todavía una foto de la Escuela Rural Federal José María Morelos y Pavón, en el ejido Salto de Camellones, donde cursó sus primeros tres años de educación primaria, los únicos que se impartían ahí: es una sola habitación techada con tabletas de pino hechas a mano, a punta de hacha y serrucho. También conserva una foto de su maestro Amador Lara Gándara, a quien le debe haber terminado su educación básica en otra escuela, a la que llegaba todos los días después de una caminata de dos horas.
Con esas herramientas básicas y una mezcla de iniciativa y azar, Andrés Carrera asumió en los años 70 la tarea de controlar la producción del pequeño aserradero que, pese a todos los obstáculos, había logrado instalar su comunidad. Desde ahí desarrolló los conocimientos técnicos y emprendió el activismo social como ejidatario que lo convertirían en protagonista central de la historia de la Unión de Ejidos y Comunidades Forestales Emiliano Zapata, un movimiento social que en tres décadas ha consolidado un proyecto de manejo forestal sustentable de los bosques del noroeste de Durango que incluye la creación de varias empresas y proyectos comunitarios.
La historia de don Andrés sintetiza, en buena medida, la de miles de ejidatarios y comuneros que son pioneros de un modelo que hoy se conoce como manejo forestal comunitario y que lograron consolidar empresas forestales que, como afirma el investigador David Barton Bray, en apenas dos generaciones transformaron cientos de localidades rurales de México, que practicaban la agricultura de subsistencia y que tenían bosques degradados por las prácticas industriales de empresas privadas o paraestatales, en comunidades que, no sin obstáculos, consolidaron proyectos productivos que benefician a sus habitantes y preservan sus bosques.
Don Andrés Carrera lo sintetiza así: “nos enseñamos a trabajar, aprendimos cómo producir para ganar más, para salir de la pobreza; con esa ilusión aprendimos a organizarnos para mantener un negocio que no era de uno, que era de un grupo; formamos una industria que genera empleo”.
Para entender cómo esa experiencia se replicó en distintas partes del país y los retos que enfrenta hoy, Mongabay Latam conversó con ejidatarios y comuneros, con académicos y activistas, con protagonistas de las primeras iniciativas y con nuevos líderes.
La punta del iceberg
Con 60 % de los bosques del país en propiedad colectiva de ejidos y comunidades y más de tres décadas de experiencia en la operación de empresas forestales comunitarias, México es pionero y referencia en una ruta que ahora se recorre cada vez más en el resto del mundo: la silvicultura comunitaria como una vía que permite revertir los procesos de deforestación, preservar la biodiversidad y mitigar el cambio climático, pero también obtener beneficios económicos y mejorar los niveles de vida de las comunidades forestales.
Este modelo logró desarrollarse gracias a varios factores: movimientos sociales impulsados por las comunidades, reconocimiento de la propiedad colectiva de la tierra, reformas legales, programas gubernamentales, de organizaciones civiles y de instituciones internacionales.
La comunidad académica y forestal internacional no escatima entusiasmo cuando habla de la silvicultura comunitaria: el modelo que permite a las propias comunidades aprovechar, en forma sustentable, los recursos de los bosques que se encuentran en su territorio.
David Barton Bray, investigador que trabajó con comunidades forestales mexicanas entre 1989 y 1997, es contundente: “las empresas forestales comunitarias mexicanas son la mejor evidencia de que existe a nivel global de que el control local de los bosques puede generar una serie de consecuencias positivas”, afirma en su libro Mexico’s Community Forest Enterprises. Success on the Commons and the Seeds of a Good Anthropocene, que entrará en circulación el próximo noviembre, editado por The University of Arizona Press.
Bray lo afirma después de haber recorrido el país una vez más en 2019, para recabar información para su libro, reencontrarse con algunos ejidatarios y comuneros que conoce desde hace tres décadas y entrevistar a los dirigentes actuales de varias organizaciones y empresas sociales.
Ese entusiasmo internacional podría parecer inexplicable cuando se contrasta con las cifras de las empresas forestales comunitarias que han logrado consolidarse en México.
En un país en donde 15 538 ejidos y comunidades pueden considerarse forestales —por tener por lo menos 200 hectáreas con bosques, selvas o matorrales—, solo 2943 de ellas operan algún tipo de aprovechamiento comercial de sus recursos, de acuerdo con los datos del informe Estado que guarda el sector forestal en México, 2019, publicado por la Comisión Nacional Forestal (Conafor) en febrero de 2020.
El panorama parece todavía menos alentador cuando el análisis baja de escala y se observa que el 56 % de esas comunidades se limitan a vender su madera en pie; es decir, a recibir los ingresos que genera su autorización para que una empresa externa tale y extraiga los árboles de sus bosques. Además, poco menos de 1300 comunidades han logrado crear empresas forestales comunitarias y, de ellas, solo unas 50 realizan procesos de transformación de segundo nivel, para producir desde triplay y tarimas hasta muebles, pisos o molduras.
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